Vinhos


Para que se me comprenda mejor debo recordar aquí un momento crucial que los actores y yo vivimos durante el rodaje de La montaña sagrada: después de dos meses de preparación, encerrados en una casa sin salir a la calle, durmiendo sólo cuatro horas diarias y haciendo ejercicios iniciáticos el resto del tiempo, más cuatro meses de intenso rodaje, viajando por todo México, ya habíamos perdido la relación con la realidad. El mundo cinematográfico había tomado su lugar. Yo, poseído por el personaje del Maestro, una especie de Gurdjieff injertado con el mago Merlín, me había convertido en un tirano. A toda costa quería que los actores lograran la iluminación. No estábamos haciendo un filme, estábamos filmado una experiencia sagrada.

¿Y quiénes eran esos comediantes que, atrapados también por la ilusión, aceptaban ser mis discípulos? A uno, un transexual, lo había encontrado en un bar de Nueva York, el otro era un galán de telenovelas, y luego mi mujer, cargando su neurosis de fracaso, y un admirador americano de Hitler, y un millonario deshonesto que había sido expulsado de la Bolsa, y un homosexual que creía hablar sánscrito con los pájaros y una bailarina lesbiana y un cómico de cabaret y una afroamericana que, avergonzada de sus antepasados esclavos, decía ser piel roja. Mi idea, al contratar este ramillete, me había sido inspirada por la alquimia: el estado primero de la materia es el lodo, el magma, el «nigredo». De él, por sucesivas purificaciones, nace la piedra filosofal, que transforma los metales viles en oro.

Estas personas, sacadas del montón, de ninguna manera artistas teatrales, al finalizar la película debían estar convertidas en monjes iluminados. Buscando los sitios mágicos, habíamos escalado todas las pirámides aztecas y mayas que los servicios de turismo en gran parte han reconstruido. Así es como llegamos a Isla Mujeres y pudimos contemplar las maravillosas aguas azul turquesa del mar Caribe, por fin algo auténtico. Decidí entonces realizar una experiencia fundamental: después de lograr que todos se raparan, yo inclusive, hice que nos embarcáramos en un pequeño barco camaronero. Al cabo de una hora de viaje, estuvimos en altamar. Un círculo verdiazul resplandeciente nos rodeaba. El maravilloso océano llegaba hasta el horizonte circular con sus enormes pero tranquilas olas.

Agrupé a los actores alrededor de mí y les dije, en un estado de trance: «Vamos a saltar y sumergirnos en el océano. El alma individual debe aprender a disolverse en aquello que no tiene límites». No sé lo que pasó en ese momento. Ellos me miraron con ojos de niño, ofrendándome una fe que en verdad no merecía. Di entonces un grito de karateka y salté, empujando al grupo hacia el mar. Apenas me hundí recibí una gigantesca lección de humildad. Nos habíamos arrojado disfrazados de peregrinos estilo sufí. Calzábamos gruesas botas, pantalones bombachos, fajas alrededor de la cintura, camisas amplias y abrigos largos, también sombreros alones. Los sombreros no fueron problema, simplemente no se hundieron. Pero los trajes, en un segundo se empaparon de agua adquiriendo un peligroso peso. Me sentí caer hacia las profundidades marinas como una piedra, un descenso que duró una eternidad. De golpe el mar entero se comprimió contra mi cuerpo, con su inconmensurable potencia, su insondable misterio, su monstruosa presencia.

Estaba atrapado en ese vientre sobrehumano sintiéndome más pequeño que un microbio. ¿Quién era yo en medio de ese colosal ser? Me agité cuanto pude, sin tener la seguridad de salvar mi vida, era posible que continuase hundiéndome hasta el oscuro fondo. No se me ocurrió rezar ni implorar ayuda, no tuve tiempo. La enorme masa de agua me lanzó hacia la superficie. La zambullida había durado escasos segundos y sin embargo emergimos todos a unos quince metros del barco. En tierra quince metros son poca cosa, en altamar equivalen a kilómetros. No se me había ocurrido pensar que allí moraban tiburones y otros peces carnívoros. En la embarcación los pescadores, tratándonos de gringos locos, se agitaban improvisando un salvamento. Nosotros en cambio, adiestrados por esos meses de ejercicios iniciáticos, esperamos calmadamente, con la parte individual borrada por las olas, convertidos en un ser colectivo.

La piel roja, dando suaves manotazos, declaró que no sabía nadar. El nazi resultó campeón de natación: la tomó por la barbilla y la hizo flotar. Corkidi, el fotógrafo, olvidando completamente que su tarea era filmar tales trascendentales momentos, lanzando maldiciones, ayudó a arrojarnos un salvavidas atado a una larga cuerda... El que estaba más cerca de la embarcación, el millonario, lanzó el flotador hacia su vecino, el pajarero, que, recitando un mantra, a su vez se lo lanzó a otro, y así y así nos fuimos uniendo agarrados a la cuerda. Sin esa calma habríamos podido ahogarnos todos.

Subimos al barco en medio de un silencio religioso. Nos desvistieron, nos envolvieron en toallas. Comenzamos a temblar. Cuando recuperaron el uso de sus mandíbulas, los actores, más el fotógrafo, sus ayudantes y los pescadores de actores, más el fotógrafo, sus ayudantes y los pescadores de camarones, comenzaron a insultarme. Sólo dos se quedaron silenciosos. El cómico, que en el filme tenía el papel de un ladrón, símbolo del Yo primitivo y egoísta, se había comportado como tal: sin preocuparse del grupo, apenas emergió del agua nadó con toda la fuerza de su desarrollada musculatura hacia la nave. También falló mi mujer: fue la única que no saltó. Se quedó en la cubierta, mirándonos, paralizada o bien incrédula. A causa de esto, algo entre nosotros se cortó para siempre. Allí mismo nos dimos cuenta de que nuestros caminos seguían derroteros diferentes. Comprendí que, para llegar a mí mismo, tenía que despojarme de esa lepra que era el terror al abandono y aceptar mi soledad para poder llegar un día a una genuina unión con los otros.

En cambio los intérpretes declararon que se habían dado cuenta de que les importaba un pepino llegar a ser monjes iluminados, y que lo único que deseaban era convertirse en estrellas de cine. La inmersión en el mar Caribe había sido un error que les serviría de lección: ya nunca más obedecerían a mis locuras de director. Para comenzar, exigieron un buen desayuno, con zumo de naranja, huevos, tostadas, cereales, mantequilla, mermelada, más el cese de toda improvisación ajena al libreto. En caso contrario, dejarían de filmar... Para mí aquello fue una experiencia esencial. Supe que de ahí en adelante tendría el valor de enfrentarme al inconsciente, sin dejarme invadir por el terror, sabiendo que siempre la barca de mi razón arrojaría una cuerda para recuperarme.

A. Jodorowsky, La Danza de la Realidad, 2001.



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